Los lugares sagrados y su storytelling
“Cuando os pregunten, ¿cuál es el significado de esta ciudad?” (T.S. Eliot, Los coros de la piedra)
El otro día vi Here (2024), de Robert Zemeckis. Me temo que el spoiler es inevitable: el director utiliza la cámara fija para mostrar cómo un lugar –una sala de una casa– acumula infinitas historias de quienes pasaron por allí, desde la época de los dinosaurios hasta nuestros días. Tribus nativas, familias coloniales, generaciones modernas… El recurso de la cámara fija convierte el espacio en un archivo vivo, testigo de eras y vidas con presencia constante. La recurrencia de escenas a lo largo de los siglos genera una narrativa estratificada, casi como una estratigrafía emocional. Así, la sala termina siendo un “personaje silencioso” que evoluciona y resuena con lo que ocurre dentro.
Este dispositivo narrativo nos recuerda que los espacios materiales no son neutros: cada transformación deja huellas, activa memorias, revela sentidos. Esa calle que hoy transitas sin pensarlo fue, en el pasado, un campo de batalla, un cardo romano, un mercado medieval. Saberlo te conecta emocionalmente con otras épocas. En resumen, lo que hace significativo un lugar es la memoria de quienes lo habitaron.
Ahora bien, salvando las distancias, ¿por qué no aplicar este mismo principio cuando hablamos de espacios religiosos? Digo “salvando las distancias” porque lo que hace sagrado a un lugar no es, en primer lugar, la memoria humana, sino la experiencia de lo divino. Un lugar es sagrado porque allí se percibe una presencia superior. Es esa irrupción lo que provoca la memoria colectiva: personas que, durante siglos o milenios, buscaron en ese lugar el contacto con lo sobrenatural.
Además, sucede con muchos lugares sagrados que conocemos: el cerro del Tepeyac ya era un lugar sagrado antes de que se apareciera la Guadalupana; el Tabor ya era sagrado antes de la transfiguración de Cristo; la Kaaba ya era sagrada antes de Mahoma. En otros lugares, es la experiencia sobrenatural de una persona concreta la que determina su sacralidad. Sucede con los lugares del Buda o con apariciones marianas. En otros, es la memoria de hechos y personas con una dimensión espiritual excepcional, como las catacumbas de los mártires o los hogares de los santos.
Los lugares religiosos —cuevas, montañas, templos, ermitas— funcionan como contenedores de historias y símbolos. Son “archivos” donde convergen el rito, la memoria colectiva y la identidad espiritual. Cada piedra, pasillo o vitral es un fragmento narrativo que puede desplegarse a través del storytelling para que el lector comprenda por qué un lugar es sagrado. Incluso si no comparte la fe, un buen relato puede sumergirlo en la atmósfera, hacerle sentir el impulso vital que mueve a los creyentes a peregrinar hasta allí.
Por eso, para hacer storytelling sobre lugares de interés religioso, es muy importante tocar esa memoria colectiva, mediante seis técnicas que ayudan a construir relatos poderosos: Por un lado el anclaje sensorial (olores de incienso, eco de campanas, luz de las vidrieras… Usar los sentidos —olfato, oído, tacto, vista, gusto— convierte el espacio en experiencia vivida). Por otro, escribir desde la mirada de un personaje: un peregrino, un creyente, un niño (conectar con la emoción de otro ayuda al lector a ‘habitar’ el lugar).
También puede ayudar estructurar el relato siguiendo el recorrido mismo del espacio sagrado. Desde el atrio hasta la cripta, desde la entrada de una cueva hasta su altar, cada paso activa memorias y simbolismos distintos. Otro recurso evocador son las anécdotas históricas: “aquí rezó la enfermera que salvó la vida a un niño”; “en esta columna alguien grabó su nombre en latín, en 1234”. Esos gestos íntimos revelan la historia colectiva del lugar con una fuerza silenciosa. Por ejemplo, las cruces de la época medieval incisas en las paredes del Santo Sepulcro de Jerusalén.
Importa, además, atender a la carga simbólica de los elementos visibles. Un arco apuntado que eleva la mirada hacia lo trascendente, una vela encendida como signo de plegaria, un mosaico que narra un pasaje bíblico. La arquitectura y el arte no solo decoran: significan. Y, por último, el texto mismo puede asumir una cadencia ritual: pausas meditativas, repeticiones, enumeraciones que imitan el ritmo de la liturgia. Así, la escritura adquiere también un tempo sagrado.
En definitiva, cada lugar sagrado es un palimpsesto: capta la devoción, los ritos, las lágrimas y plegarias de generaciones. Aplicar las técnicas narrativas adecuadas permite que explorarlo no sea solo informar, sino narrar: hacer sentir al lector que entra en ese espacio. Por eso, cuando muchos guías de lugares religiosos se limitan a describir su valor artístico, empobrecen la experiencia. No basta con señalar lo bello: hay que contar lo sagrado, con respeto pero sin miedo.