Ibrahim y el arte de narrar en las calles de Oriente

Durante una reciente visita a Egipto, tuve la oportunidad de conocer a Ibrahim, guía turístico de profesión, pero, sobre todo, narrador por vocación - así lo reconocía él mismo, es un profesor “de otra manera”. Su figura encarna una tradición milenaria de storytelling que aún pervive en los márgenes de lo académico, en los zocos, en las calles que huelen a za’atar y en la interacción cotidiana entre culturas y generaciones.

Lo que hacía de Ibrahim un narrador excepcional no era únicamente su dominio del contenido histórico o religioso —que lo tenía, y en abundancia—, sino su capacidad para articular ese contenido a través de una puesta en escena plena de metalenguaje. Su sonrisa oportuna, el movimiento sutil de la cabeza, la modulación de la voz, la gestualidad medida y, especialmente, el uso estratégico de los silencios, conformaban una narrativa sensorial que capturaba tanto la atención como la sensibilidad del oyente.

Uno de los aspectos más notables de su práctica narrativa era el manejo del tiempo: sabía cuándo comenzar in media res, cómo dosificar la información, cuándo introducir un golpe de efecto o cuándo dejar una frase suspendida en el aire con un "Insh’Allah" final, que operaba no solo como muletilla religiosa sino como auténtico estilo narrativo.

A ello se sumaba una notable capacidad de adaptación al interlocutor. Ibrahim no ofrecía un discurso preconfigurado; ajustaba su relato al nivel y al interés del público. En nuestro caso, sabiendo que éramos especialistas en religión, no dudaba en adentrarse con respeto y precisión en la historia de la Iglesia copta, desde su propia identidad musulmana. Su narrativa revelaba no solo una capacidad admirable de síntesis histórica, sino también una comprensión profunda y respetuosa de la alteridad religiosa.

Este encuentro con Ibrahim invita a reflexionar sobre el lugar de la oralidad en la construcción y transmisión del conocimiento cultural y religioso. A menudo, desde una perspectiva académica occidental, el saber se asocia prioritariamente con el texto escrito. Sin embargo, el storytelling ha sido —y sigue siendo— una práctica profundamente oral, performativa y situada, especialmente en contextos como el de Oriente Medio, donde la figura del ḥakawātī (narrador oral) ha perdurado durante siglos como forma privilegiada de educación, entretenimiento y preservación de la memoria colectiva.

La oralidad no es una mera ausencia de escritura. Como ha señalado Walter J. Ong, las culturas orales desarrollan modos específicos de pensamiento, expresión y retención del conocimiento, que se manifiestan en estructuras narrativas repetitivas, en el uso del ritmo, del gesto y de la interacción directa con el público. En este marco, la performance del narrador no es un accesorio, sino el soporte mismo de la transmisión. La voz, el cuerpo, el silencio y el espacio se convierten en instrumentos narrativos tanto como las palabras.

Ibrahim, con su capacidad de modular la atención, de leer al público, de ajustar el tono y el contenido según el contexto, encarna esta dimensión performativa del relato. Su manera de contar no solo transmitía información; generaba una experiencia. Y en ese sentido, su narración no era solo un medio, sino también un acto cultural en sí mismo: una forma de hospitalidad, de encuentro y de reconocimiento mutuo.

En tiempos de algoritmos y narrativas hipertextuales, experiencias como la de Ibrahim recuerdan que el storytelling sigue teniendo raíces profundas en la oralidad, y que su fuerza radica, precisamente, en esa relación viva y encarnada entre quien cuenta y quien escucha.

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Los lugares sagrados y su storytelling