Disney: Las narrativas que repetimos y las que ignoramos
Revisitando a los hermanos Grimm y a Charles Perrault
En el post anterior citaba una frase de la conocida película de Pixar, Brave, y al hilo de esto creo que vale la pena hacer una reflexión. En los últimos años, Disney ha apostado con fuerza por rehacer sus clásicos en versiones live action. Películas como La Sirenita (2023), Aladdin (2019) o La Bella y la Bestia (2017) no solo actualizan la estética, sino que incorporan cambios pensados para resonar con las sensibilidades actuales: protagonistas racializados, mujeres empoderadas, guiños a la diversidad.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, estos cambios no afectan al corazón de las historias. La estructura narrativa, los conflictos principales y la lógica individualista típica de la narrativa occidental permanecen intactas. El resultado es una operación de maquillaje: nuevas caras para los mismos cuentos. Esta estrategia, aunque comercialmente rentable, refuerza un repertorio narrativo limitado y muy específico, el de los cuentos europeos recopilados por los hermanos Grimm y Perrault. La nostalgia vende, muchachos.
La excepción a esta repetición se encuentra en películas como Coco (2017) o Encanto (2021), donde la apuesta narrativa va más allá de la superficie. Coco se adentra en el Día de los Muertos mexicano para construir una historia en la que la familia, la memoria y la reconciliación son el centro. Encanto, ambientada en Colombia, rompe con la figura del héroe solitario y presenta un relato coral, sin antagonista clásico, que explora las tensiones internas de una familia marcada por el trauma y la expectativa.
A diferencia de las revisiones de cuentos clásicos, estas películas no solo cambian los rostros o el contexto: cambian el foco. Se alejan de la lógica de la primacía del individuo y se acercan a dinámicas culturales distintas, más colectivas, más complejas, más reales. Y el público ha respondido: ambas fueron éxitos de taquilla y de crítica, y no solo entre la comunidad latina estadounidense. Pero claro, esas sí son apuestas arriesgadas. Mucho más que oscurecer la piel de la Sirenita de Andersen.
Otra película que intentó alejarse del canon fue Hermano Oso (Brother Bear, 2003). Ambientada en el norte de América y con influencias de la cultura inuit, la historia sigue a Kenai, un joven que, tras matar a un oso, es transformado en uno como castigo y debe aprender sobre empatía y conexión con la naturaleza.
A nivel comercial, la película fue un éxito moderado, recaudando aproximadamente 250 millones de dólares a nivel mundial frente a un presupuesto de 46 millones. Sin embargo, la crítica fue mixta, con una puntuación del 37% en Rotten Tomatoes. Aunque la animación y la música fueron elogiadas, algunos críticos señalaron que la historia carecía de originalidad y profundidad. A pesar de su intento de explorar temas más profundos y culturas menos representadas, Hermano Oso no logró convencer del todo. Quizás porque faltaba un sincero esfuerzo por conectar de verdad con las culturas de los pueblos originarios de Norteamérica, despojados ya casi del todo de su memoria e identidad después de dos siglos de annientamento.
Los acercamientos de Disney al otro lado del Pacífico no suelen funcionar. Pero una película que merece mención es Vaiana (Moana, 2016), que toma como base la mitología polinesia y presenta a una heroína cuyo viaje no consiste en conquistar ni enamorarse, sino en restaurar el equilibrio entre los humanos y la naturaleza. Aunque formalmente conserva elementos del viaje del héroe, introduce variantes significativas: el conflicto central no es un antagonista maligno, sino una desconexión con lo espiritual y lo ecológico. Vaiana no gana por vencer, sino por escuchar, entender y reconciliar.
Se trata de una historia donde el poder no se impone, sino que se hereda con responsabilidad y se ejerce con respeto. Esta película, como Coco y Encanto, se abre a formas narrativas más conectadas con la colectividad y la cosmología de otras culturas, aunque siempre dentro de los límites estéticos y de producción de Disney.
Lo que no se cuenta
Más allá de estas excepciones, hay muchas historias que siguen sin ser tenidas en cuenta. Narrativas que surgen de contextos africanos contemporáneos, de pueblos indígenas, de migraciones recientes, de culturas y sensibilidades que se resisten a ser absorbidas. No es solo que estas historias no lleguen al cine comercial: muchas veces ni siquiera entran en el imaginario de lo que puede ser contado.
Además, se evitan estructuras narrativas que no responden a los cánones occidentales: relatos circulares, no lineales, sin antagonistas claros, centrados en el cuidado más que en la conquista, con mayor sensibilidad espiritual. La hegemonía no solo está en los contenidos, sino en la forma de narrar.
Así que, a pesar de que muchas de estas live-action se presentan como renovadoras e inclusivas, realmente no lo son en lo que respecta al diálogo intercultural. Disney sigue revisitando una y otra vez el mismo imaginario: los cuentos europeos del siglo XIX, intentando maquillarlos con una paleta woke para hacerlos aceptables. Y el problema no es aplicar universalmente la estructura del viaje del héroe —que aparece en muchas culturas y responde a una necesidad antropológica de dar sentido a la transformación—, sino el repertorio. Mientras el catálogo de Disney se centra en reversionar a los hermanos Grimm y Perrault, otras mitologías, tradiciones y voces siguen esperando su turno.
No contamos historias solo para entretener a los niños, las contamos para expresar nuestra identidad. Es también decidir qué mundo mostramos, qué cultura reproducimos y qué encuentro proponemos. Quizás ha llegado la hora de que dejemos de adaptar el pasado para calmar la culpa y empecemos a construir el futuro desde otros orígenes, con otros ritmos, y con otras voces.